El jardín de las Hespérides
El Jardín de las Hespérides, según la mitología griega, se encontraba en el extremo más occidental del Mediterráneo, cerca de la cordillera del Atlas. En su centro había un árbol de manzanas de oro que convertían en inmortal a quien las comía. Los mortales no tenían acceso al mágico jardín de las manzanas de oro, ya que se trataba de un espacio perteneciente a seres sobrenaturales.
Las Hespérides eran las ninfas encargadas de proteger ese árbol sagrado, eje del mundo que representaba la vida eterna y la fertilidad divina. (...)
Todos somos héroes de nuestras vidas, todos debemos superar barreras, todos anhelamos momentos que nos coloquen por encima de la vida ordinaria y nos concedan acceso a esferas extraordinarias.
Los paraísos terrenales están en todas partes y en ninguna, porque nada es literal. No hay una ubicación geográfica específica ni un ‘Este del Edén’. Lo que todos anhelamos es superar el cansancio que produce lo mundano, agotándonos para contactar con algo espiritualmente superior, en otro plano, sin turbulencias ni dolor. Recuperar la inocencia. (...)
Somos una sociedad sin tiempo, sin silencio y sin oscuridad. Sin vacíos. Nos los han arrebatado.
Como nuestra vida urbana nos ha encarcelado en entornos artificiales, cada vez necesitamos más una simplicidad natural y armónica que compense esa situación. Por eso nos hemos convertido en consumidores insaciables de productos y experiencias, en una carrera por encontrar esa paz tan preciada, la paz mental. (...)
Al alejarnos de la naturaleza, nos hemos alejado también de nuestra naturaleza interior. Lejos de los bosques y de los lagos, de los frutos y de las flores, de los animales y de las rocas, hemos perdido fuerza, nos hemos desvinculado de los ciclos, nos hemos desconectado de nosotros mismos. (...)
Podemos preguntarnos qué es lo que nos hace sentir como si estuviéramos en el paraíso. Probablemente sea el encuentro con uno mismo y con los demás, pero sólo cuando se produce desde el corazón. Ése es el jardín que hay que cultivar. Epicuro sostenía que los hombres debían cultivarse a sí mismos, convertirse en su propio jardín. (...)
En el jardín del corazón es donde deben sembrarse las semillas de la fertilidad vital; en el planeta y en cada uno de nosotros. Cuidar el corazón para que nuestras emociones se abran como flores, para que fluyamos como ríos. Sincronizar nuestro ritmo interno y vibrar con el entorno.
Cada vez que alimentamos el alma, promovemos su expansión, esa es nuestra responsabilidad. Muchas veces, cuando creamos, cabeza y corazón se funden en un mismo acto. El camino del corazón es el camino de la creación. Nos cuesta mucho dejar que nuestra cabeza aturdida caiga en las aguas quietas de la calma.
Y así nos damos cuenta, demasiado tarde, de que en esos momentos de un martes normal, efímeros y maravillosos, en los que nuestra alma sonreía, estábamos en el paraíso.
Y en esos momentos, tan humanos, en los que todo consiste simplemente en existir, hasta los dioses nos envidian. (...)
Textos extraídos del libro "En la estela del Mito" de Mireia Rosich
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